Se dice que es importante encontrar nuestro propósito vital: ¿cuál es nuestra misión en la vida? Cuando pensamos en ello, casi siempre nos vienen a la mente ideas sobre algo que tenemos que hacer, algo que conseguir, una meta que alcanzar.
Pero, aunque los objetivos ayudan, tener una meta no es lo mismo que tener un propósito. Una meta, un objetivo, son hitos concretos en nuestro camino. Pueden ser cosas más o menos prácticas, sueños que abrigamos, desafíos que nos proponemos. Pero nuestro propósito vital va más allá. Es algo más profundo. ¿Cuál es nuestra razón de ser?
¿Para qué estamos en este mundo? ¿Para hacer cosas, o para acumular cosas? ¿Para conseguir el éxito y amasar una fortuna aceptable? ¿Para ganar reconocimiento y premios? ¿Para coleccionar… lo que sea que nos gusta, nos apasiona, o nos da bienestar?
Nuestra cultura se ha centrado en dos polos: el hacer o el tener. Eres lo que haces, o eres lo que tienes. Te valoran por ello. De ahí que cuando hablamos de propósito vital, en seguida la mente se va hacia esos dos polos. Estoy en este mundo para…
¿Y qué ocurre si la llamada, la vocación profunda, no es a hacer o a tener algo concreto, sino a ser?
Estoy pensando en María de Nazaret, una mujer de la que, humanamente, sabemos poquísimo, pero de la que podemos intuir mucho. María no es una de esas santas heroicas, fundadoras, aventureras, mártires, autoras de piezas musicales excelsas o de libros de espiritualidad… María apenas hizo nada notable, nada extraordinario, nada espectacular. La vocación de María fue llamada a ser… nada menos, que la madre de Dios.
¡Madre del mismo Dios! ¿Puede haber vocación más grande? Y este ser madre, cuántas cosas implica. Las hazañas de María no estuvieron centradas en su grandeza personal, sino en la tarea de forjar un hogar junto a su esposo y, en él, criar, educar y amar a un niño, un joven, un adulto, que iba a ser nada menos que Dios hecho hombre.
Me pregunto cuántas personas estamos llamadas simplemente a ser. No tanto a hacer muchas cosas, sino a ser. ¿Ser qué? Madre de, esposa de, hija de, hermana de, amiga de… Ser alguien importante para otro comporta, en la vida cotidiana, hacer muchas cosas. Ser alguien para alguien supone afrontar desafíos, entregarse, ser creativo, ser paciente, pulirse, madurar, aprender… Cuando la vida se centra en amar y ayudar a alguien, increíblemente nuestra identidad emerge con más fuerza que nunca, y de nosotros brotan cualidades a veces insospechadas. Somos más nosotros mismos cuando somos para los demás.
Alguien puede discutir que se puede compaginar este «ser para…» con hacer algo, desarrollar un talento o una vocación por alguna tarea o misión. Por supuesto que sí. No hay dos personas iguales, no hay dos caminos idénticos. Pero si no vinculamos nuestro propósito vital a unas personas concretas, nuestra misión quedará desencarnada. Será etérea, quizás un tanto pomposa, pero hueca. Acabará siendo un culto a nosotros mismos, y no una tarea fructífera.
También se puede objetar: ¿qué les sucede a las mujeres que, después de haber volcado su vida en su esposo e hijos quedan viudas, y solas, porque sus hijos ya son adultos y se han ido del hogar? ¿Para quién serán ahora? ¿No será mejor buscar un propósito centrado en ellas mismas?
La respuesta la encuentro en María. Una mujer siempre puede amar a alguien. Y cuando se queda viuda y sin hijos cerca, siempre encontrará a su alrededor personas a las que ayudar, acompañar, servir y amar. ¡Siempre! Tiene una experiencia enorme y mucho que ofrecer al mundo. Una mujer madura, que ha sabido ser madre, esposa, quizás profesional y emprendedora, gestora de un hogar… ¡tiene un tesoro de saber acumulado! Qué triste si se limita a quedarse en casa o a distraerse con mil cosas para pasar el tiempo. Qué triste si se limita a vivir para sí misma. Acabará sola, angustiada y hasta enferma. ¡Y hay tanto bien que hacer!
Cuando María estaba al pie de la cruz, viendo morir a su único hijo, él le dijo algo importante. Estaba junto a ella Juan, el discípulo amado, y dijo: «Madre, aquí tienes a tu hijo. Hijo, aquí tienes a tu madre.» Con esa frase, Jesús le estaba indicando su vocación. Después de ser madre de Dios, María era llamada a ser madre de sus amigos. Madre de todos.
Igualmente, pienso que Dios nos está llamando a todos a ser madres e hijos unos de otros. San Francisco enviaba a sus frailes de dos en dos por los caminos, y les pedía que se cuidaran el uno al otro: amaos como madres, y dejaos amar como hijos. En este cuidado mutuo, maternal, filial, estaba el quid de su vocación. Y quizás también de la nuestra. Amaos unos a otros.