Hace pocos días celebramos una de las grandes fiestas marianas del año: la Inmaculada Concepción de María. Creo que todas las mujeres, en cierto modo, somos amadas y llamadas. María no es un modelo inalcanzable, sino un espejo en el que podemos mirarnos.
Quisiera meditar en el anuncio del ángel a María como una escena de llamada, en la que Dios revela a la joven nazarena su vocación. Podemos comparar esta llamada a María con la llamada de Dios a otros personajes bíblicos y a nosotros mismos.
¡Alégrate!
El ángel no se aparece a María en un lugar santo, sino en el hogar, en medio de la vida cotidiana. Sus primeras palabras son: ¡Alégrate, María, llena de gracia! Es un saludo alegre, presagio de buenas noticias, y un elogio. María recibe la visita de un ángel de Dios porque su corazón está preparado.
En este saludo resuenan versos de los antiguos profetas: ¡Alégrate, hija de Sion, grita de gozo, Israel… porque el Señor, tu Dios, está en medio de ti (Sofonías 3, 14-17). María se convierte en la nueva Jerusalén, el nuevo templo, la nueva arca de la alianza: en ella se albergará el mismo Dios.
Los cristianos de hoy podríamos meditar. En cada eucaristía tenemos al mismo Dios vivo, entrando en nuestro cuerpo. También nos convertimos en templos. Dios habita en nosotros, ¿cómo no alegrarnos? ¿Nos percatamos del don que recibimos?
No temas
Ante la presencia del mensajero divino, la primera reacción de María debió de ser espanto. Por eso el ángel la tranquiliza: No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios. Sí, él es grande, pero te mira con amor.
No temas. ¿Cuántas veces Jesús dirigió estas palabras a los suyos? No tengáis miedo. Las llamadas de Dios abruman y pueden aterrorizarnos. ¡A todos nos asustaría encontrarnos cara a cara con la inmensidad divina! Pero no hay nada que temer.
La misión
El ángel comunica a María que tendrá un hijo: será llamado Hijo de Dios y se convertirá en el Mesías que restaure el reino de Israel para siempre. Este mensaje tenía sentido para una muchacha judía: era la esperanza de su pueblo desde hacía mucho tiempo, el cumplimiento de las profecías que anunciaban una alianza perpetua de Dios con la casa de David. Pero ¿podía ella, una joven aldeana, aún no casada, ser la madre de alguien tan grande? ¿Podía un niño nacido en Nazaret, en el seno de una familia humilde, convertirse en el salvador esperado? María aún no sabía que aquel niño sería auténticamente hijo de Dios, y no en sentido adoptivo, como los reyes. Su reino no sería territorial, ni defendido por un ejército, sino una gran familia de fieles, extendida por el mundo. Nacería aparentemente débil e insignificante, pero su rey sería Dios, y en Dios no cabe la muerte. El reino de Dios dura por siempre.
María quiere comprender
Cuando el ángel le explica lo que sucederá, María pregunta: ¿Cómo será eso, pues no conozco varón? Los teólogos dicen que María no duda. Pero ¿por qué esa pregunta? María quiere saber el cómo. Es una mujer que, ante lo que sucede, reflexiona y quiere comprender. Une razón y corazón.
Comparemos la reacción de María con la de otros personajes bíblicos llamados por Dios. Moisés, Gedeón, Jeremías… Todos reaccionan con espanto. Pero, en vez de preguntar cómo será eso, de inmediato ponen objeciones y resistencias. Soy torpe, ignorante, pecador, demasiado joven… ¡Excusas que Dios rebate fácilmente! María, en cambio, no pone obstáculos: ella sólo quiere saber.
La respuesta del ángel es reveladora y misteriosa: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra… ¡Ese niño será obra de Dios! María, siendo madre de su hijo, se convierte en la aliada, colaboradora y amiga de Dios. También nosotros, cuando recibimos una llamada de Dios, podemos asustarnos, poner mil excusas, todas muy razonables, y resistirnos. Pero olvidamos que esa misión no es nuestra: es la obra de Dios. El peso de la misión lo lleva Dios; nosotros seremos colaboradores. Sólo tenemos que hacer nuestra parte y él nos ayudará en todo momento.
Hágase en mí
María, sin saberlo todo, comprende lo esencial. Dios no se equivoca: su corazón está preparado y responde en seguida: Hágase en mí según dices. Samuel, ante la llamada, responde: Habla, Señor, que tu siervo escucha (1 Samuel 3, 10). Isaías, en su visión, contesta: Aquí estoy, envíame a mí (Isaías 6, 8). María da un paso más: hágase en mí. No sólo estoy dispuesta, no sólo haré lo que me digas, Señor, sino que quiero que tú actúes en mí. Las palabras de María expresan su abandono total en manos de Dios, dejándose moldear por él, dejando que Dios escriba el guion de la historia, convertida en lapicerito de Dios, como decía santa Teresa de Lisieux.
Hoy, cuando sentimos una llamada del cielo, ya sea en el silencio de la oración o por mediación humana, ¿respondemos como María? ¿Estamos dispuestos, no sólo a hacer, sino a dejar que Dios haga en nosotros? ¿Somos arcilla dócil en manos del divino alfarero?
María nos invita a confiar. Porque nadie mejor que Dios sabe qué nos hace felices, qué nos hace crecer, qué nos hará dar lo mejor de nosotros mismos. En el hágase en mí está el secreto de una vida plena y transformada por Dios, el secreto de los felices, porque tuvieron el corazón limpio y han heredado el Reino.
Ser llamado no es una carga, es un gozo inmenso. Cuando pronunciamos estas palabras, hágase en mí, viviéndolas, podremos entonar, con María, nuestro magníficat personal: ¡El Señor ha hecho en mí maravillas!